Flerida de Nolasco

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LOS DOMINICOS EN LA ESPAÑOLA



Evoco la ardiente caridad de los hijos de Santo Domingo de Guzmán a favor de los aborígenes y el sentido espiritual que en virtud de esa caridad tuvo su apostolado de prédica y enseñanza, ya que después de Cristo sólo por la caridad habrán de medirse las virtudes y la dignidad humanas. Sin el amor no valdrán ni las hazañas guerreras, ni los descubrimientos científicos, ni los adelantos materiales ni las sutilezas, ni las artes, ni las disciplinas; sin la caridad seremos objetos vacíos de contenido moral.



Los religiosos dominicos que se establecieron en la Española a raíz del descubrimiento, cumplieron heroicamente el divino mandato de amor; y si sus esfuerzos no consiguieron a cabalidad el bien de justicia que con ejemplar paciencia y con tan recta voluntad buscaban para los esclavizados indígenas, mejoraron las conciencias y contribuyeron a que se formularan las doctrinas jurídicas que expuso Fray Francisco de Vitoria en la Universidad de Salamanca, en las cuales se afirma que todos los pueblos, ya sean cristianos o gentiles, tienen derecho a ser libres, porque ningún hombre es esclavo por naturaleza. Su labor fue en todo momento labor de caridad, sin mezcla de conveniencias humanas o de interés personal. Olvidados de sí mismos, sólo perseguían un ideal de fraternidad y de amor. Cumplían así el mandato de Jesús, el precepto del amor recíproco del hombre por el hombre. Y el objeto de tan ardiente caridad era un pueblo de indefensas y paupérrimas criaturas, un pueblo que, aunque ignorante de toda ciencia, e ignorante del Dios verdadero, tenía almas que salvar, y la salvación de esas almas justificaba los innúmeros trabajos que por ellas habrían de pasar los hijos de Santo Domingo. Estos apóstoles de la Española no tardarían en saber cuántas cosas les convenía sufrir por la doctrina de Cristo.



De Fray Pedro de Córdoba, que vino a la Española de veinte y ocho años, nos dice Las Casas que era: «hombre lleno de virtudes, a quien Nuestro Señor dotó de muchos dones y gracias corporales y espirituales; de gente noble nacida; alto de cuerpo y de hermosa presencia; de excelente juicio; prudente y muy discreto, y de gran reposo. Por las penitencias grandes que hacía cobro continuo dolor de cabeza, por lo que le fue forzado templarle mucho el estudio; pero lo que se moderó en el estudio, acrecentólo en rigor de austeridad y penitencia».



El y Fray Antón de Montesinos, «muy religioso y buen predicador», el de los famosos sermones contra la explotación de los indios, llevaron su cruzada de caridad hasta los pies del Trono. Su voz se había hecho oir, poderosa, en la Española, en la Isla lejana: voz como la que clamó en el desierto, para decirles a los engreídos amadores del mundo y de las riquezas, que estaban en pecado mortal, que en pecado vivían y en pecado morirían:



«¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?»



Al propio Las Casas le habían negado los dominicos la absolución en tanto que tuviera encomienda de indios. Y aquella alma como pocas ardiente, acabó de despertar a la verdad, a la sublime verdad de la pobreza y de la misericordia; y hubo de llorar hambriento de justicia, antes de enrolarse en el ejército de los piadosos, de los limpios de corazón.



Aquí, en el más glorioso Convento de la Española, en el Imperial de la Orden de Santo Domingo, tomó el hábito religioso el Padre Bartolomé de Las Casas, «el impetuoso e indomable Quijote de la fraternidad humana». La prédica incansable de los dominicos, su lucha sin tregua, en medio de toda clase de contradicciones y hasta de peligros y riesgos de muerte, su inmolación completa a favor de los oprimidos, fue un acontecimiento sin precedentes. Todavía nos asombramos de que los hijos de una nación conquistadora y poderosa, discutieran, impugnándolos con ardorosa caridad, los derechos de conquista. Posición señera y singular, única en la historia del mundo.



A Fray Domingo de Mendoza se debió la fundación de los dominicos en la Española. Era hermano del Cardenal Arzobispo de Sevilla, don García Loaysa, confesor del Emperador Carlos V. El 18 de febrero de 1512, en la Isla, pueblo y casa de Santo Domingo, escribe Fray Domingo de Mendoza al Cardenal Cisneros:



«No dejo de acordarme cómo Vtra. Rvma. Señoría, hablándome de esta tierra, me dijo que este negocio, en lo que toca al servicio de Dios, es una burla; burla, a mi ver, la más perniciosa y cruel que se ha visto después que se comenzó el mundo; burla es que tantas gentes de España hayan comido y coman, matando los cuerpos y condenando las almas; burla que a tantos siervos de Dios tiene impedido que hagan fruto.



Por cierto, Señor, el mal es tan grande y tan incomparable e inaudito, que de verdad yo me embazo de pensar en él, ni creo que hay términos con que bien se explique su grandeza. Ver un mundo tan grande o mayor que el mundo en que nacimos, tan cercado y murado, que postigo ni agujero queda por donde Cristo pueda hacer mella en él... Han cercado la puerta y tapado el camino, para que la salud de Cristo no pueda pasar ni a la tierra firme, ni a las islas comarcanas.



Nunca acabaría de hablar sobre esta materia según la muchedumbre y grandeza de los males y muy gran dolor que mi corazón de ellos siente».



La colonización no fue para los dominicos, como lo expone con sagaz clarividencia el doctor José María Chacón y Calvo, sino un caso de conciencia. Un caso de conciencia frente a los con‑quistadores que encenagaban sus almas con el gravísimo pecado de profanar en las personas de los indios la imagen de Dios; un caso de conciencia frente al Rey, que no ponía freno a tales excesos; un caso de conciencia, porque consideraban de primordial obligación suya la de oponerse en toda forma y hasta la muerte, al pecado de idolatría de los indios, al pecado de los encomenderos, y al pecado del Rey; y sólo oponiéndose a él, y combatiéndolo hasta el heroísmo, creían cumplir con su propia alma.



Era tal su amor a la justicia, que no se conformarán con defender el derecho de los naturales ante los representantes de la autoridad real. Ni se contentarán tampoco con razones escritas al Monarca. Irán y volverán a la Metrópoli cada vez más hambrientos de justicia. En presencia del Rey reiterarán su súplica a favor de los oprimidos, y repetirán sus acusaciones en contra de los opresores. No temerán a los virreyes, no temerán al mismo Rey. Viven para la eternidad, y no temerán ser confundidos en el tiempo.



Y así habló el Padre Las Casas al Soberano:



«Yo soy de los más antiguos que a las Indias pasaron, y he visto todo lo que ha pasado en ellas: y uno de los que han excedido ha sido mi padre, que ya no es vivo. Y me moví por una lastimosa compasión. Trabajo ahora de nuevo en lo mismo, y no faltan ministros del enemigo de toda virtud y bien, que mueren porque no se remedie».



Y denunciando el mal trato que sufrían estos pobrecillos, al mismo tiempo que obsequiaba al Monarca con el mayor bien que vasallo alguno podía hacer a su Señor, no lo hacía precisamente por servir al Rey como súbdito suyo que era, o para mejor merecer de él alguna recompensa (que en esto jamás supo lo que era el desear) sino pensando que con ello hacía a Dios un sacrificio en honor y gloria suya. Gloria, que «como es Dios tan celoso grangero de su honor», todos los pasos que el muy magnánimo Padre Las Casas emprendía por estas infortunadas criaturas, habrían sin duda de redundar en inestimables bienes para el Soberano y para las tierras que éste gobernaba.



Y Fray Pedro de Córdoba escribe al Rey, y le dice:



«Yo no leo ni hallo que nación alguna, aún de infieles, tantos males y crueldades hicieran contra sus enemigos por el estilo y manera que todos estos cristianos han hecho contra estas tristes gentes. Han destruido y desterrado de estas pobres gentes la natural generación, las cuales no engendran ni se multiplican, ni hay de ellos posteridad, que es cosa de gran dolor».



Y fue lástima grande que aún algunos Obispos y Prelados anduvieran ciegos en estas materias, «y así caían en mil barrancos los guiados y los guiadores».



En verdad no había por qué acatar, como con manifesta doblez arguyeron algunos opositores, las opiniones de Aristóteles respecto de la esclavitud. Los dominicos defendían con vehemencia el criterio cristiano de que todos los hombres nacen libres. En cuanto al filósofo pagano, ya se había detenido Las Casas en contar los miles de años que llevaba quemándose en el infierno.



Se expondrán a la miseria, al hambre, y a toda clase de padecimientos, por seguir el precepto evangélico de la caridad. Se acordarán en todo momento de la palabra de Jesús: «Un nuevo mandamiento os doy». Y de tal manera se granjearon el odio de los prudentes del siglo, y a tanta pobreza se vieron reducidos, que en 1544 escribía el Provincial en carta a la Real Majestad:



«Juro que cuanto estos pobres servidores poseen en esta casa no basta para ligeramente pasar la vida. Nunca he visto esta vuestra casa sin menos de mil castellanos de deuda, y es Dios verdad (que me quiero estrechar más en mi juramento) que mucha parte del año estos vuestros servidores ni comen pan ni gustan vino, sino que nuestro mantenimiento es pan de raíces, mal pescado y agua salobre. E no miento en lo que digo, que ha acaecido muchas veces ir cuatro frailes a la ciudad, e venir a la noche con un real o real y medio cada par de frailes. En verdad, como están tan lastimados con la libertad de los indios, la cual dicen haberse negociado de nuestra parte, no solamente no nos dan limosna; pero a veces dicen que no nos la darán aunque nos vean morir».



Sin los religiosos, sin los Padres dominicos muy especialmente, la colonización hubiera sido un hecho de orden material y nada imperecedero le deberíamos a la nación progenitora. Por ellos le somos deudores de lo mejor de nuestras vidas: la civilización cristiana, la fe en Jesucristo y en su Iglesia, que ha sido para nosotros, los habitantes de esta tierra tan probada por los infortunios, la médula vital que nos mantuvo compactos, fuertemente unidos, frente a ingerencias extrañas, con un valor inverosímil, también heredado de aquellos santos varones.



La integridad de la fe se mantiene durante todo el período colonial en la totalidad de estos súbditos del católico Rey, y cuando éste comete la inconsecuencia de hacernos objetos de mercadería entregándonos en manos extranjeras, perdurarán intactas la fe católica y las costumbres españolas.



Con la dominación francesa se sufre el primer choque ideológico. La religión a la manera francesa de 1800 no se avenía con la educación de estos hijos de los españoles. Y en España, condenando el crimen de la Corona que así trastornaba el orden moral de este pueblo, se levantará la voz clamorosa de Fray Diego de Cádiz: «¿Quién hará las misiones en la isla de Santo Domingo, cedida a los franceses? ¿Quién predicará en aquella Catedral, Primada de las Américas? ¡Santo Dios! ¿Vuestra casa y pueblo dados a vuestros enemigos? ¡Levántate, Señor, ayúdanos, y líbranos por tu nombre!»



La guerra de la Reconquista no fue quizás en el fondo otra cosa que una guerra de ideas morales y de integridad religiosa frente a la desordenada libertad de los que pretendían conmover el dogma y la moral. Aspecto del problema que no está estudiado en detalles por nuestros historiadores.



Pasando a ser franceses, los hijos de la Española sintieron sus almas y sus mentes desplazadas a otro lugar del espacio, violentados en lo más íntimo de su ser individual y colectivo. ¿Quién olvida que nos sentimos tan extraños que por defender las seculares tradiciones surgieron inesperados héroes?



¿Dónde estaba la tradicional ideología, que comprende no sólo el idioma, sino la religión y la totalidad de las costumbres populares, todo lo que forma el concepto de una vida esencialmente nacional?



Esa preciosa cultura, esa hermosa manera de entender y valorar la vida, ha sobrevivido casi sin menoscabo; sólo accidentalmente sacudida por acontecimientos esporádicos, externos, y al fin pasajeros, y continúa siendo base de la fuerza espiritual de la sociedad a que pertenecemos.



El espíritu nacional se ha sentido falto de su centro de gravedad cuantas veces se le ha violentado conduciéndolo por caminos, por escuelas filosóficas, por apreciaciones de la vida y de la educación, en desacuerdo con su natural idiosincrasia. Las sociedades, como las familias, como los individuos, tienen un tipo de vida que forma su fisonomía y que los hace inconfundibles.



Con la Reconquista triunfó la idea conservadora en su más puro sentido. Reintegrados, no a la monarquía envilecida, sino a la nobleza de la raza, se pensó de inmediato... ¿En qué había de pensarse sino en restaurar el Cabildo Eclesiástico y la Universidad de Santo Tomás de Aquino, nervios de nuestra educación tradicional? De la apertura de la Universidad pensó la Real persona de Su Majestad, que no era necesidad perentoria reabrir una institución literaria. Pero, como sabemos, a despecho del criterio real, se restauró la histórica Universidad y, aunque integradas las cátedras por profesores en su mayoría naturales del país, quedó intacto el matiz hispánico que debía subsistir a pesar de tantas vicisitudes sufridas, y que aún subsiste; porque cuando los fundadores de la República crearon la independencia política, no rompieron con las tradiciones seculares.



Nosotros, con alma recia, hemos mantenido nuestro tipo social, y a eso le debemos el ser. Yo tiemblo por nuestra unidad cultural por nuestro carácter nacional, por nuestra individual fisonomía, cuando amenazan modos de vivir extraños; pero tengo fe en que seguiremos blasonando de descansar en la fuerza de la tradición, cuyos pilares: lengua, religión y costumbres ancestrales, habrán de ser siempre los mismos.



Hemos recordado hoy con agradecimiento y con orgullo a los hijos de Santo Domingo que fecundaron nuestra tierra con su sabiduría. «Ellos, dijo el Arzobispo Valera, se han esmerado en enseñarnos, y de sus claustros ha salido una muchedumbre de literatos que, con sus luces, han honrado las togas, las mitras, y demás dignidades eclesiásticas».



La venerada memoria de los Padres dominicos me llena hoy de optimismo. Una vez más nos convencemos de que la carne no vale nada, que es el espíritu el que vivifica; e imploramos la asistencia cuando, ávidos de heroicidad cristiana, sentimos la nostalgia de la santidad.